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martes, 8 de noviembre de 2011

Titulo: Caminantes de la destrucción


Cuanto tiempo entre cráneos y rosas ardiendo en llamas buscando la parte faltante  que libera al maldito de un pecado convertido en falacia por un pensamiento y un sueño en donde solo se ve desolación y muerte,  cuerpos por ambos costados y un hedor penetrante  y molesto hasta para los lobos del inframundo recrean el escenario perfecto de furia entre los hombres, caminaban seres humanos pero sin orejas, ni ojos, ni oídos, ni narices, estos seres hablaron sin embargo por primera vez y decían  (noche, noche, noche) un mundo en donde empezó a formarse la sangre  en los cuerpos y nacieron gusanos sin huesos y sin fuerzas que estaban por todos lados se movían entre los escombros formando mensajes que decían lo que buscas está en otra parte.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Titulo: disculpas enredadas en el atrapa sueños

Será que alguien  merece mis sinceras disculpas, cuando  ninguno es capaz de mirarse  bien  en un espejo y decir en verdad no soy  lo que ven, no soy lo que aparento ser , no soy lo que tengo, no soy lo que siento, no soy lo que creo, solo soy un compuesto de carne y huesos que oculta alguna maldad como unos títeres más de un colectivo infinito que circulan diario  por las diferentes calles y ciudades  ocupando cargos, profesiones y trabajos, sin tener  sinceras intensiones  solo falacias  porque en algún momento de sus vidas se encargan de demostrar lo contrario,  un atrapa sueños dispuesto a enredar tus pesadillas para no dejar escapar tus temores, pero en cambio cada uno de los seres se encarga de despertar los temores de los otros con la gran crueldad que los caracteriza desde pequeños, creen merecer disculpas cuando todos son unos monstruos capaces de dañar lo más profundo de los corazones como cualquier ser humano y así quieren recibir disculpas, creo que esta vez se enredaron en el atrapa sueños si las quieres primero deberás pasar entre tus pesadillas  para encontrarlas.










Escrito por: Arles Zambrano    

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Titulo: Manos rebeldes





Manos impacientes por demostrar otras cosas  de lo que su amo y tirano les obliga a hacer, manos atacadas por la costumbre y monotonía de los días que pasan y pasan.

Eran jóvenes sin un lugar decente donde ir, el licor y ellas eran malos compañeros  siempre lo serian por quitarles motricidad fina

Pero ellas sabían que eran la única prueba de una vida después de un cuerpo

A su amo le picaban todo el tiempo como si pasara por él una leve corriente eléctrica

Cuando el amo descansaba planeaban vengarse y se podía apreciar un espectáculo mudo para dos manos las mejores amigas, manos rebeldes que planearon un ataque de automutilación para su señor tirano el cual en una de sus noches de descanso  perdió ambas en un lago de sangre a lo cual solo pronuncio esta pesadilla no me pertenece y luego solo un cuerpo inerte y sin manos quedo.


Escrito por: Arles Zambrano

martes, 26 de abril de 2011

Azotamentes o Ilícidos (D&D)


Los azotamentes (también llamados ilícidos) son seres insidiosos, diabólicos y poderosos, los que todo el mundo teme. Doblegan la voluntad de otros y destruyen las mentes de sus enemigos.
Es una criatura extraña de unos 6 pies de alto, de aspecto humanoide. Su carne es correosa y malva y brilla con un frió limo. Su cabeza se asemeja a la de un pulpo con cuatro tentáculos, con un par de ojos blancos e hinchados, que lo hacen mas horripilante. De su boca, como la de una lamprea, chorrea un limo oleoso cuando la criatura no esta extrayendo los cerebros de sus presas vivas.
Son muy inteligentes y tremendamente egoístas pueden comunicarse verbalmente pero prefieren la telepatía
Suelen vivir en ciudades subterráneas entre doscientos y mil individuos, mas dos esclavos (como mínimo) por habitantes, estos esclavos están sometidos por los poderes psiónicos de esta raza. En el centro de estas ciudades se encuentra el cerebro anciano, un estanque con los cerebros de los ilícidos muertos en la ciudad.
Aunque compiten entre si están dispuestos a colaborar entre ellos para desentrañar algún oscuro y terrible secreto.
azotamenteManual monstruoso I

Liches o inanimes (D&D)



Los liches también llamados inanimes o lich son muertos vivientes lanzadores de conjuros (normalmente magos) que ha empleado sus poderes mágicos para extender sus vidas de manera antinatural
Por lo general, estas criaturas son maquinadoras y según dicen también dementes. Anhelan obtener un poder cada vez mayor, conocimientos olvidados hace tiempo y el mas terrible de los secretos arcanos.
Un liche es un humanoide esquelético y demacrado, cuya estirada piel marchita se estira sobre unos huesos visibles. Sus ojos se pudrieron y en su lugar hay sendos puntos de luz carmesí. Hasta la mas débil de estas criaturas antaño fue una persona poderosa en vida ; por tanto todas ellas visten magnificas prendas ajadas por el paso de los siglos
El proceso de convertirse en liche es inefablemente maligno y solo puede ser emprendido voluntariamente y dentro del proceso de transformación consiste en la creación de una filacteria mágica donde la criatura almacenara su fuerza vital.
Si se desea destruir a un lich (una ardua tarea en si) ha de destruirse la filacteria si no el liche re-apartecera en pocos días con todo su poder
lich_400
Extraido: de Manual de monstruos I

Contempladores (D&D)


Los contempladores son unas criaturas malignas de 1,83 metros de ancho dominada por un ojo central y una gigantesca boca de grandes dientes, otros diez ojos mas pequeños rematan sendos tentáculos (“tentoculos”) que salen de la parte superior del orbe.
Tras esta extraña forma flotante se esconde una de las criaturas mas agresivas y repugnantes, normalmente atacan sin ningún motivo utilizando sus tentáculos para lanzar potentes rayos mágicos mientras se protege de los ataques con sus dientes, velocidad y su poderoso ojo central que crea un campo antimagia .
Exhiben una intolerancia xenófoba, odiando a todas las criaturas que no son como ellos. El tipo básico de cuerpo comprende una gran variedad de variantes, pero incluso una ínfima diferencia puede hacer que dos grupos de contempladores se odien a muerte ya que todos ellos creen ser el ideal de contemplador
Sus guaridas suelen ser subterráneas que crean utilizando su rayo óptico de desintegrar dándoles forma de tubos paralelos con las habitaciones unas encima de las otras.
beholder-contempladorManual Monstruoso I

Eshu



Una divinidad embaucadora de los yoruba, fon y otros pueblos. Aparece representado con frecuencia en la escultura de la región y, a menudo con un peculiar tocado fálico. Eshu (también conocido como Elegba o Legba) es un travieso vagabundo que siembra la discordia en su camino, pero también actúa como mensajero entre el reino de los seres humanos y el de los dioses. Cuenta una leyenda que el travieso Eshu consiguió que se pelearan dos amigos de toda la vida, disfrazándose con unos ropajes y un sombrero que cambiaban de color conforme iba bordeando granjas que encontraba en el camino y el punto de mira de los amigos que le observaban. Éstos hartos de discutir sobre lo que aseguran estar viendo acuden al rey para que dirima la cuestión, el cual, con todo su poderío no fue capaz de capturar al huidizo Eshu. Eshu es un espíritu de transformación, y su habilidad para comunicarse con los dioses le otorga un papel importante en los ritos propiciatorios. Tiene un vínculo estrecho con el dios yoruba de la curación y la profecía, Ifa, a menudo como sirviente: ambos están ligados en la práctica adivinatoria yoruba a través del "oráculo de la nuez de palma".

SALAMANDRAS



Las salamandras son los espíritus elementales del fuego.
Estos espíritus forman su reinado instantáneamente cuando se enciende una fogata o un fuego comienza. Son los espíritus más indiferentes hacia el ser humano.
No buscan su amistad, saben que en realidad los humanos de por vida han buscado la amistad del fuego y no siempre han sido recompensados por ello.

Solo muy pocas personas tienen una afinidad y amistad sincera con los elementales del fuego, y cuesta mucho acceder a ellos, pero cuando se logra es una amistad tan fuerte y alegre como lo es el fuego.
Las salamandras han trabajado a lo largo de la Creación del universo y han sido los elementales que primero han estado presente. Tienen una relación directa con las almas, pues sus vibraciones se propagan tan veloz como la luz. Aportan claridad de pensamiento y son impulsores de renovación y cambio.
La forma de atraer su atención es enciendo fuego si se esta al aire libre, si es dentro de un recinto cerrado, una vela consagrada es la mejor manera. Las velas deben ser siempre de colores claros, nunca debe usarse una vela de color negro, pues esta seria una invocación poco conveniente, pues otras fuerzas del universo pueden allegarse y los resultados no serian los esperados nunca.
Las velas deben ser de parafina o de cera de abejas, pero no de cera animal, pues esto contiene la vibración de miedo del animal sacrificado y es contrario a las leyes de la naturaleza ya que no creara armonía, sino todo lo contrario, provocará tristeza, malestar, sensaciones negativas, etc.
Para consagrar una vela y atraer a las salamandras debe hacerse simplemente con aceite natural de girasol, uvas u olivo, con una pequeña mezcla de aceite esencial de incienso o sándalo, tambien pueden reemplazarse por unas gotas de aceites esenciales de rosas, jazmín, violeta, etc.
Todo dependerá su gusto en este caso. Untese las manos con la mezcla de aceites y páselo a lo largo de toda la vela mientras susurra una oración de protección de su predilección o confianza. Luego encienda la vela usando un fósforo y diga unas palabras de afecto y bienvenida a las salamandras.
Hay oraciones específicas para cada uno de los elementales de la naturaleza, mas adelante serán adicionadas a estas páginas para que los lectores usen aquellas que mas les agraden.

sábado, 23 de abril de 2011

Candileja

La Candileja o luz viajera, de gran melena luminosa, vaga por la selva buscando sosiego para su dolor, después que fue quemada viva en la época de la violencia. Gusta frecuentar las ruinas, amiga de los cocuyos y la luminiscencia, desata grandes quemas o engaña a los guaqueros con su luminaria.

miércoles, 13 de abril de 2011

Titulo: destrucción zombi


La ayuda que no llegara jamás en un ataque zombi sentirás

Nunca la explosión de carne por todos lados acabara y algunos de estos se moverán, el crujir del arrastre cuando buscan comida es desesperante

Bocanadas de aire entran a tu boca y aquí la pregunta tendrás la suficiente adrenalina para acabar o dejarte acabar

 

 

 


Escrito por: Arles Fernando Zambrano Pérez

 

Titulo: El tormento del sable



Un guerrero muy cansado de sus batallas libradas con éxito con la técnica el águila de fuego, (Garras enganchadas se abren paso y rajan las sombras  un fuerte viento que viene a soplar desde el pasado trayendo consigo a los caídos bajo la poderosa espada) con su lema que la piedad no sea mi virtud y el remordimiento mi Karma, la muerte trae algo positivo si no que es más difícil verlo a comparación de otras cosas mas simples
Lo ayuda pero también lo atormenta no sabe lo que es dormir hace mucho tiempo y eso lo encamina a una locura sin regreso,  el ejemplo de que cada uno tiene una lucha propia y sea cual sea el resultado nadie debe renunciar a ella porque esas cosas son el pilar de todo lo que le da un sentido a nuestra existencia.


si no eres fuerte te convertiras en alimento




dicho milenario 

si eres fuerte muestra devilidad, si eres devil aparenta fuerza




Escrito por: Arles Fernando Zambrano Pérez

martes, 12 de abril de 2011

Titulo: Tabla ouija

cierta noche un grupo de personas decidieron experimentar un juego prohibido por los mortales para poder comunicarse con los muertos, unos no estaban tan relajados, otros no creían , otros no le daban mayor importancia a lo que iba a suceder  llegado el momento colocaron todo lo que necesitaban para comenzar  la conexión al principio fallo , pero  después de otros intentos parece ser que una puerta por donde los espíritus podían pasar se abrió y se escucharon sonidos,  golpes ,energías muy densas en el aire, esto genero pánico en las y los integrantes del grupo algo malo porque rompieron la cadena energética alrededor de la tabla en ese momento exploto un vidrio  aumentando  el temor que sentían, pasaron muchos minutos antes de poder estabilizar el circulo de energía alrededor de la tabla ouija y poder encaminar de regreso lo que por lapso de tiempo salió sin embargo la experiencia marco mucho las vidas de los presentes porque sus visiones de lo real y lo no real o lo que existe y no existe cambio.

por eso que tan real o no real es todo, en un lugar donde los muertos pueden tocarte
las cosas pierden mucho el sentido en algunos planos de la realidad de muchos, que otros ignoran por ausencia de determinados conocimientos ocultos.


Escrito por: Arles Fernando Zambrano Pérez

Titulo: La Noche fue Roja





Una semilla fue incrustada en un niño cuando se estaba gestando era malvado la marca que muchos conocen, el niño siempre creció muy solo nunca quiso por eso afecto, así empezó a crear un solo sentimiento dentro de el, era inevitable por lo que el mundo le mostraba,  fue odiado siempre porque nunca encajo, creció con un vacio y odio inmenso que le permitió siempre destrozar a sus enemigos un pedazo del infierno se alojo en su boca, salía fuego de ella o un veneno también podía expulsar , como era extraño no sabían como tratarlo y eso les molestaba a muchos por eso decidieron matarlo buscaron a un experto que cortara su cabeza el corte  tendría que ser limpio y perfecto por el cuello cuando este se descuidara,  después de un tiempo cierta noche esperaron que el se durmiera y con un circulo mágico que permitía que no sintiera a su enemigo este lo decapito, luego el experto dio la señal  en poco tiempo llegaron muchas personas que se abalanzaron sobre el cuerpo  lo destrozaron desmembrándolo, el resultado una cabeza , mucha sangre y partes de su cuerpo por todas partes los presentes estaban satisfechos, pero paso algo muy extraño de su cabeza se formo un monstruo al parecer infernal,  otro se formo a partir de toda su sangre que estaba derramada por todas partes y un tercero se formo con todas las partes de su cuerpo que fueron desmembradas, la gente quedo impactada por lo que veía nada en comparación porque no cabía dentro de lo que es real, unos empezaron a correr, otros gritaban, otros no podían moverse los tres monstruos infernales mataron y destrozaron a todos se bañaron en sangre  la Noche fue Roja, cubiertos de sangre por el suceso, se miraron los tres infernales comprendieron que el pedazo del infierno que se alojo en uno ahora estaba dividido en tres, luego miraron hacia  arriba apreciaron el rojo de la noche y desaparecieron.

La gente que cree generalmente le espera la traición o la decepción así es el mundo.


Escrito por: Arles Fernando Zambrano Pérez

titulo: Vudú




El un lugar  como cualquier otro, empezaron a  suceder  cosas  muy extrañas, que no son muy coherentes con lo que explica la ciencia, había una historia de que no muy lejos existía un zombi al cual cuando fue asesinado se le hiso magia vudú, ese día el criminal se quedo a ver si el cuerpo resucitaba en el tiempo que se tenia para que ocurriera eso, y utilizarlo como sirviente,  pero no fue así  no ocurrió nada, entonces decidió sepultarlo y se marcho, pocos días después en ese punto donde fue enterrado la tierra daba la sensación de haberse removido y que algo hubiera emergido de ella, la gente estaba algo intranquila pero con el pasar de los días se relajaron al parecer sea cual sea el rumbo que tomo no nos afecta pensaron,  después de mucho tiempo en donde el zombi se estaba alimentado en otra dirección por ese tiempo  pero  veía que era mas difícil, por eso su nuevo camino casualmente seria regresar, había pasado un tiempo y los habitantes estaban algo despreocupados pero de un momento a otro empezaron las muertes y dejaba mucho desastre demasiada sangre esparcida por todos lados cerca de donde se encontraban los cuerpos, el rumor se extendió y  las personas que organizaron todo para que el hombre quedara zombi empezaron a preocuparse, conforme fueron desapareciendo era cada vez mas desesperante para los que quedaban miraban como dejaba los cuerpos y les producía terror, decidieron marcharse las dos ultimas parejas que quedaban una de ellas tenia un perro a quien también pretendían llevarse con ellos, se desplazaron hacia un taller para sacar un auto la otra pareja los esperaba en ese momento pudieron ver acercándose el zombi que primero le rompió una mano al hombre y  lo desnuco, al mujer cuando iba a correr la tomo de un brazo y la hiso caer se alimento de ella y como siempre dejo un desastre en la escena la otra pareja llena de pánico se monto al automóvil con el perro y arrancaron atropellaron al zombi el cual  callo a un lado de la calle, se marcharon a otro sitio no muy lejano  no quisieron hablar en ese lugar con nadie lo que habían visto, estuvieron algo tensos un tiempo , pero también pensaron que si lo habían arrollado  y el impacto fue tan estruendosos seguro estaba muerto, pasaron unos meses  ya todo era  normal la mujer salió a comprar unas cosas que faltaban  en la casa pero era de noche y no había energía porque llovía , pero igual decidió ir por lo que necesitaba el perro se quedo en casa y el hombre no llegaba de donde estaba trabajado en ese lugar por el mal clima, en la casa empezaron a sentirse ruidos extraños  el perro se exalto  comenzó a ladrar luego se coloco alerta, porque los sonidos eran mas fuertes  estaba muy oscuro solo se veían los resplandores que arrojaba la luna y los relámpagos acompañados por truenos que iluminaban dejando ver las siluetas y formas de las cosas en la noche,  el zombi se encontraba ya frente al perro quien se abalanzo y mordió en muchas ocasiones sin embargo el zombi  pudo agarrar al animal y destrozarle parte de la cabeza dándole muerte bebió un poco de su sangre y espero poco después llego el hombre quien ni se acordaba  que su mujer era la poseedora de el muñeco vudú que trajo a la vida al zombi porque ellos lo daban eso como terminado lo que pasaron por alto es que debían bañar el muñeco con tabaco y  agua bendecida, ponerlo al sol por tres días así después quemarlo para  que la magia se rompiera cosa que no hicieron ,  el hombre llamo a su fiel mascota cuando entro en la parte de la sala de su casa estaba muy oscuro y no veía, el zombi hiso un leve ruido y el pensó que el perro estaba ahí cuando se acerco el zombi lo atravesó y saco parte de su espina dorsal  y luego el zombi recorrió la casa, pasaron muchas horas cuando la mujer llego entro pero resbalo en un charco de sangre y callo perdiendo  el sentido, el zombi sintió el sonido y bajo pudo sentir su presencia un olor por ser ella la dueña de la brujería la tomo de un costado y la levanto, la llevo afuera pero la colgó de un árbol no quiso hacerle lo mismo que a los otros, espero debajo  mucho tiempo casi hasta cuando paso la lluvia  y luego partió, dicen que camina por valles y montañas , otros que desapareció, pero el vinculo en donde se encerraba la magia no fue quemado fue enterrado con la mujer, puede esto producir que el zombi se enterrara el mismo,… ustedes que creen.

Escrito por: Arles Fernando Zambrano Pérez

sábado, 5 de marzo de 2011

La mano – Guy de Maupassant (1883)


Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto. El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión. Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre. Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: —Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se dio la vuelta hacia ella: —Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: —¡Oh! Cuéntenoslo.
El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió: —Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:


Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.
Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.
Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.
Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.
Se crearon leyendas entorno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.
Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.
Me contenté pues con vigilarle de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.
Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.
Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.
Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.
Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, le vi en el jardín, fumando su pipa, a horcajadas sobre una silla. Le saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.
Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho esta país, y este costa.
Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose: —Tuve mochas aventuras, ¡oh! yes.
Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila.
Dije: —Todos esos animales son temibles.
Sonrió: —¡Oh, no! El más malo es el hombre.
Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento: —He cazado mocho al hombre también.
Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.
Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo: —Eso ser un tela japonesa.
Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.
Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante.
Pregunté: —¿Qué es esto?
El inglés contestó tranquilamente: —Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.
Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje.
Dije: —Ese hombre debía de ser muy fuerte.
El inglés dijo con dulzura: —Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
Creí que bromeaba. Dije: —Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.
Sir John Rowell prosiguió con tono grave: —Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.
Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: “¿Estará loco o será un bromista pesado?”
Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.
Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.
Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarle. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.
Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.
Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.
Nunca pudimos encontrar al culpable.
Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.
El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.
¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras: —Parece que le ha estrangulado un esqueleto.
Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.
Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.
Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ni ninguna ventana, ni ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.
Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:
Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.
A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.
Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.
Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.
Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.
Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.
Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; le habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice. Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.

Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó: —¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió.
El magistrado sonrió con severidad: —¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró: —No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó: —Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.
FIN





Guy de Maupassant (1883)

El guardavía – Charles Dickens (1866)

—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.
—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!
Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.
—¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?
Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. —Muy bien—, le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.
El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.
Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.
Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.
Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.
Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.
Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.
—¿Aquella luz está a su cargo, verdad?
—¿Acaso no lo sabe? —me respondió en voz baja.
Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.
Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.
Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.
—Me mira —dije con sonrisa forzada— como si me temiera.
—No estaba seguro —me respondió— de si lo había visto antes.
—¿Dónde?
Señaló la luz roja que había estado mirando.
—¿Allí? —dije.
Mirándome fijamente respondió (sin palabras), —sí—.
—Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.
—Creo que sí —asintió—, sí, creo que puedo.
Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.
¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo —si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación—. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.
Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña —él apenas si podía—) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.
Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra —señor—, sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.
En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.
Al levantarme para irme dije:
—Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.
(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)
—Creo que solía serlo —asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio—. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.
Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?
—Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.
—Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?
—Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.
—Vendré a las once.
Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.
—Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor —dijo en su peculiar voz baja—. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!
Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije —muy bien—.
—Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar —¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!— esta noche?
—Dios sabe —dije—, grité algo parecido…
—No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.
—Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.
—¿Por ninguna otra razón?
—¿Qué otra razón podría tener?
—¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?
—No.
Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.
A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.
—No he llamado —dije cuando estábamos ya cerca—. ¿Puedo hablar ahora?
—Por supuesto, señor.
—Buenas noches y aquí tiene mi mano.
—Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.
Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.
—He decidido, señor —empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro—, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.
—¿Esa equivocación?
—No. Esa otra persona.
—¿Quién es?
—No lo sé.
—¿Se parece a mí?
—No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.
Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como —por Dios santo, apártese de la vía—.
—Una noche de luna —dijo el hombre—, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba —¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!—. Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía —¡Cuidado! ¡Cuidado!— y de nuevo —¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!—. Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando —¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?—. Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
—¿Dentro del túnel? —pregunté.
—No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones —¿Pasa algo?—. La respuesta fue la misma en ambas: —Sin novedad—.
Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.
Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.
Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:
—Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.
De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.
—Esto —dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos— fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.
Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.
—¿Lo llamó?
—No, estaba callado.
—¿Agitaba el brazo?
—No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.
Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.
—¿Se acercó usted a él?
—Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.
—¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?
Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:
—Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.
Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.
—Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.
No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:
—Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.
—¿Junto a la luz?
—Junto a la luz de peligro.
—¿Y qué hace?
El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de —¡Por Dios santo, apártese de la vía!—. Luego continuó:
—No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, —¡Cuidado! ¡Cuidado!—. Me hace señas. Hace sonar la campanilla.
Me agarré a esto último:
—¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?
—Por dos veces.
—Bueno, vea —dije— cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.
Negó con la cabeza.
—Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.
—¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?
—Estaba allí.
—¿Las dos veces?
—Las dos veces —repitió con firmeza.
—¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?
Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.
—¿Lo ve? —le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.
Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.
—No —contestó—, no está allí.
—De acuerdo —dije yo.
Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.
—A estas alturas comprenderá usted, señor —dijo—, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta —¿Qué quiere decir el espectro?—.
No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.
—¿De qué nos está previniendo? —dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando—. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?
Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.
—Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación —continuó, secándose las manos—. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: —¡Peligro! ¡Cuidado!—. Respuesta: —¿Qué peligro? ¿Dónde?—. Mensaje: —No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado—. Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?
El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.
—Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro —continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación—, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: —alguien va a morir. Haga que no salga de casa—. Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?
Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.
No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.
Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.
La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. —Seguiré paseando durante una hora —me dije a mí mismo—, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.—
Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.
Con la inequívoca sensación de que algo iba mal —y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera— descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.
—¿Qué pasa? —pregunté a los hombres.
—Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.
—¿No sería el que trabajaba en esa caseta?
—Sí, señor.
—¿No el que yo conozco?
—Lo reconocerá si le conocía, señor —dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona—, porque el rostro está bastante entero.
—Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? —pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.
—Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:
—Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor —dijo—, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.
—¿Qué dijo usted?
—¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!
Me sobresalté.
—Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.
Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo —no él— había acompañado —y tan sólo en mi mente— los gestos que él había representado.
FIN




Charles Dickens (1866)